sábado, 30 de septiembre de 2023

Micieces de Ojeda. EL "NIÑO" DE TIO FELIPE. Asnos de Micieces.

 






EL "NIÑO" DE TIO FELIPE


Este sí que era un Platero,

pequeño, suave, aburrado,

cariñoso, juguetón,

amigable y aniñado.

Por eso, llegado a casa,

se quedó Niño apodado.

Tio Felipe lo compró

y el porqué no lo ha explicado:

quizá para no andar mucho

y no gastarse el calzado,

puesto que era el caminero

de carretera de cantos,

y tapaba algunos baches

que iban haciendo los carros.

O porque, buen cantinero,

buscaba lo del milagro:

–Tú me trasportas al agua,

que yo del vino me encargo…

–alguien dijo que le dijo

al burrito aplaterado.

Cuando tio Felipe se iba

a la fuente con el jarro,

el Niño le iba siguiendo

por si veía el milagro.

Yo creo que sí lo había,

que a la cantina cercano

estaba el grifo del agua

y el vino no fue acabado.


El hijo de tio Felipe,

no era quinto por los años

de la mía y mi cuadrilla,

pero niños no había tantos

y muchas veces con él

íbamos juntos al campo.

Por costumbre respetada,

las cunetas y su pasto

de la nuestra carretera,

cuando aún no había asfalto,

eran del tio caminero

cual usufructo de pago.

Y el hijo de tio Felipe,

en los días sin trabajo,

llevaba a pacer sus vacas

su verde y su fresco pasto.

Y el Niño se iba con ellas

juguetón y siempre manso.

A los que éramos más niños

nos dejaba en él montarnos

imaginando aventuras

en otros mundos lejanos.

Algunas cosas hicimos

que a nadie nunca contamos,

‒eran cosas de unos niños

de pueblo, pero no malos‒:

con un puro cochambroso

a uno le emborrachamos

y, para dormir su mona,

en un pajero tapamos;

corrimos a las perdices

que comían en un campo;

vigilamos algún nido

para quitarle los pájaros;

sacábamos las patatas

de algún linar más cercano

y en el fuego de  una hoguera,

pacientes nos las asábamos;

escondidos en la hierba

les gritábamos palabros

a los que por la carretera

iban andando o en carro…


Cuando conocí a Platero

después, en el seminario,

era como si el  poeta

al Niño hubiese copiado.

Yo me marché de mi pueblo

y del Niño perdí el rastro,

mas releyendo a Platero

al Niño veo en retrato.


                          (José Luis Rodríguez Ibáñez).


 



También puedes ver:

- ASNOS DE MICIECES.

- LA MUERTE DE LA ROCADIA.

- EL "PICIAS" DE TIO EVARISTO.

- EL "MINUTO" Y EL "SEGUNDO" DEL TIO PEPÍN.

Y más sobre Micieces en: CONTENIDOS.

viernes, 1 de septiembre de 2023

Micieces de Ojeda. EL "PICIAS" DE TÍO EVARISTO. Asnos de Micieces.





 EL "PICIAS" DE TÍO EVARISTO


En la feria de Cervera

compró tío Evaristo al Picias,

un burrito a lo Platero,

pero con más rebeldía,

que mala leche y carácter

de fábrica ya traía…

Contento cuenta la compra

el padre a la su familia,

mientras se queja del hombro,

del brazo y la pantorrilla.

‒El burro nuevo en la cuadra

me hizo la primera picia…

‒¿Y cómo se llama el burro?

‒pregunta una de las hijas.

Y la madre sin pensarlo

responde: ‒Llamadlo “Picias”.

Y con Picias de bautismo

se quedó para su vida.

Y el bueno del burro aquel

a su nombre honor hacía,

y rara era la semana,

incluso raro era el día,

en que en honor de su nombre

alguna no les hacía.

Al pobre tío Evaristo

le había cogido tirria:

montado ya y descuidado,

lo desmontaba el tal Picias,

y lo arrastraba buen trecho

por calle, tierra o campiña;

o rozaba en la pared

su nalga, pierna y rodilla;

o escogía su camino

sin obediencia a la brida…

Así que tío Evaristo

de fresno o zalce tenía

una vara preparada

para darle en las costillas

varazos, nunca sangrientos,

de acuerdo a sus fechorías.

No sé yo si doblegó

la vara su rebeldía,

o domesticó algún algo

del burro la burrería,

pero se volvió más dócil

y amistoso en sintonía.

Si la burricie le daba,

le volvía su ojeriza

y hacía otra travesura,

faena, maldad o picia.

 

Estaban las dos hermanas

montaditas en el Picias

cual amazonas felices

llegando a casa entre risas.

Pero cruzar aquel río

el burro no lo quería

por el vado del molino:

por su cuenta se encamina

hacia el sendero del cuérnago

sin hacer caso a la brida,

ni obedecer al ronzal,

ni a las dos mozas que gritan.

Y coge, para más inri,

un trotecillo cainita

con el que las amazonas

rebotan en sus costillas.

Luego, agacha su cabeza

y… ¡parada repentina!

Y entre gritos y palabros

se van las ambas mocitas

a rebozarse en el barro

del cuérnago derechitas.

Si en dibujos animados

se hiciese la escena dicha,

riéndose a carcajadas

el Picias las miraría

con rebuzno de garganta

burlándose de ambas chicas…

Cuando lo cuentan en casa,

aquello es cosa de risa.

Por una vez tìo Evaristo,

la picia perdona al Picias:

la vara de fresno o zalce

queda en su sitio tranquila.

Y el burro se come el pienso

pensando en próxima picia.

 

Camino del Indiviso,

a la izquierda de la ida,

pasado lo de la Reina,

en ladera seca y lisa,

el güicero sesteaba  

en época de la trilla:

los animales de era

la gente allí recogía.

Iba Marianín cual Sancho

montado en el burro Picias

a recoger del güicero

otro animal para trilla.

O porque mucho le arrea,

o porque la sangre le hervía,

o porque honor a su nombre

la picia querer hacía,

del trote pasó al galope

ya muy cerca de donde iba.

Y Marianín, que era niño,

montado se mantenía

agarrado a brida y crines,

y asustado, grita y grita…

Los que van por el camino,

miran y lo visto admiran.

Mas dos niños imprudentes,

en el medio se ponían

con gritos fuertes y gestos

para que se pare el Picias.

Uno se abraza a su cuello,

otro de la cola tira

‒el del cuello es quien lo cuenta;

el otro, amigo de quinta‒:

sorprendido y asustado

el burro se detenía.

Temblando baja el jinete

más blanco que leche hervida,

y se sienta en el ribazo

porque de pie se caía.

‒No se lo digáis a nadie,

que me prohíben al Picias.

Todo el pueblo al poco rato

lo que pasó ya sabía.

Si es que en el pueblo los chismes,

todos tienen mucha prisa.

 

En casa de los abuelos

luto y silencio tenían:

la abuela se había muerto

en su cama a mediodía.

Silenciosas y llorosas

las mujeres se movían

preparando quisicosas

que el negro luto imponía.

Hay que comprar medias negras,

y ropa en negro teñida.

En Micieces no lo venden,

ni tinte para teñirlas…

–En la tienda de Olmos hay:

que alguien lo traiga de prisa…

Y allí están aquellos primos,

nietos de la fenecida,

oyendo sin comprender,

suponiendo qué querían.

–Vosotros dos vais a Olmos

y compráis lo que os digan.

–En el papel va el pedido

escrito en caligrafía.

–Y no perdáis el dinero…

–Y no compréis chucherías…

–Y para que no os canséis,

os lleváis al burro Picias.

Las caras de los dos primos

cambian hacia las sonrisas:

una aventura nos da

la abuela ya fenecida.

El asno espera en la calle

con el ronzal como brida,

una manta como albarda,

las alforjas pequeñitas,

y la clásica paciencia

de la raza de burricia.

Los dos primos con cuidado

y con mimo le acarician,

y con saltos esforzados

se sientan en sus costillas.

‒¡Arre, Picias, adelante,

que vamos a la conquista!

Y a grito pelado entonan

una canción muy redicha

de las de días de fiesta,

de los bailes o cantinas.

Tan fuertes eran los cantos,

o trinos de los que trinan,

que las nubes asustadas

dejan la atmósfera limpia.

De la casa funeraria

les gritan dos de sus tías

‒¡Que está de cuerpo presente

la abuela aquí todavía…!

Mas los jinetes se alejan

al trote del burro Picias

camino de la aventura

que nunca solos harían…

Enfilado ya el camino,

recuerdan que alguien decía

que es mejor Quintanatello,

que allí más cosas había.

Y deciden decididos

alargar la travesía.

Para que el burro descanse,

turnan la jinetería:

uno a pie lleva el ronzal

y el otro va en sus costillas.

Quintanatello recorren

y no ven la mercería:

‒¡Qué sabrá tío de lutos,

si es de mujeres la lista…!

Enfilan la carretera

y hacia Olmos se encaminan.

En Olmos sí que la encuentran

y compran lo que debían.

Lo meten en las alforjas

y los tres con alegría

vuelven contentos a casa

y llegan siendo de día,

y dan lo comprado y cuentas

a sus madres y a sus tías.

A la cuadra a que descanse

 se llevan los dos al Picias,

que a pesar de ser quien era,

ni le asomó la malicia.

Para algunos enlutados,

los que hicieron la gran picia

fueron aquellos dos primos

que a gritos cantan y trinan

y no guardan el gran luto

por la abuela fenecida.

Pero el día del entierro,

enlutados todos iban:

es que los primos aquellos

hicieron lo que debían…

 

Con el pasar de los años,

se pierde en la historia el Picias.

Lo vendió mi tío Evaristo

a tratante de allá arriba,

y se trajo bien domada

y apañada otra borrica,

que nunca llegó a borrar

el recuerdo de aquel Picias.


                 José Luis Rodríguez Ibáñez.


                         - ASNOS DE MICIECES.

- LA CUEVA DEL LOBO.

       Y más sobre Micieces en CONTENIDOS.













Himno a Micieces de Ojeda