domingo, 21 de febrero de 2016

Micieces de Ojeda. HORNOS CASEROS (III). Día de hacer pan.

















 








                             DÍA DE HACER PAN

(JLR)

El día de hacer pan mantenía ocupados, y bien ocupados, a varios miembros de la familia. Casi siempre la panadera jefa era la madre de familia, aunque este oficio no era exclusivo de mujeres. No se cocía pan, o sea, no se hacía pan, todos los días. Cada familia solía cocer cada quince días, más o menos: es que aquel pan duraba quince días y, según decían, el pan reposado, sin llegar a duro, tenía más alimento. Pero no significaba que el pan había de hacerse en días prefijados, sino que cuando se iba terminando el pan de la cocción anterior, se hacía la siguiente.




A veces se calculaba mal, o se comía más de lo calculado, y faltaba pan para la comida ─¿Comida sin pan? Ni es comida ni es na.  / Comida sin pan, ni al perro le dan─, o quizá para la merienda de los niños, o de los mayores. Pues  existía una costumbre inveterada de buena vecindad entre las gentes del pueblo que siempre solucionaba ese problema: se le pedía prestado a la vecina, o a un familiar, que siempre prestaba medio pan o el pan entero, dependiendo de las existencias de esa casa. Luego, se devolvía y todos en paz. Esta costumbre de buena vecindad ha seguido, y sigue, a pesar de los panaderos que venden pan en el pueblo.



¿Y cómo se hacía el pan en el pueblo? No vamos a dar la receta del pan ni nada por el estilo. Eso es fácil encontrarlo en internet, pero si lo buscas, te aseguro que sonreirás con alguna de sus páginas, si es que has hecho pan alguna vez o has visto y vivido cómo lo hacían nuestros mayores. Haz la prueba. Sí que voy a decir mis recuerdos y vivencias de cuando hice pan in illo témpore ─bueno, mejor, ayudaba y estorbaba a mi madre, que era quien lo hacía─. Con aquella misma receta ─en tanto en cuanto─ lo he hecho con los niños de mi escuela: siempre me salía, nos salía, pero al cocerlo o quedaba duro como un ladrillo, o crudo por dentro, o se quemaba… El profe siempre encontraba un es-que: es que cocerlo al microondas no es lo mismo, es que se enfrió al llevarlo a casa, es que no fermentó bien porque hubo que cambiar de clase y profesor, es que… Pero era pan, y se lo comían con gusto y ganas, como si nunca hubieran comido pan… Es que era su pan.

Pues voy a seguir los pasos que dábamos en mis tiempos para hacer el pan en el pueblo y cocerlo en el horno casero de pan. Quien haya vivido aquella experiencia de hacer el pan y lea lo siguiente, seguro que le vendrán a la mente recuerdos que, aunque pudieran ser duros y desagradables por el mucho trabajo e incomodidades, le traerán un deje de añoranza. Seguro.

1.   De mañanita, o quizá en la tarde anterior, se preparaba el material en la hornera y, si era necesario, se le daba un barrido. Todo listo para que se pudiese empezar a la hora debida. Tampoco se necesitaba reloj: yo no sé cómo sabían el tiempo y la duración del fermentado, de la cocción y de todo lo demás, pero el tiempo era el tiempo, y siempre salía justo. Vayamos por partes.










2.   Había que hacer la masa, es decir, amasar. Se echaba la harina en la artesa. ¿Cuánta? Pues… la justa para hacer el número de panes que se querían a hacer. ¿Y cómo se medía? Si es que no se necesitaba medir: la madre ya sabía cuánta harina se necesitaba. ¿Y si echaba de más, o de menos? Pues saldría algún pan más o algún pan menos, pero eso no era problema. La harina formaba en la artesa un montón picudo: pues se le quitaba el pico y se iba haciendo un hueco en su centro, al estilo de los volcanes de los juegos de niños, tan grande cuanto lo permitieran la artesa y la harina y que pudiera admitir toda el agua, o casi, necesaria para el amasado.


3.   En un pocillo o cazuela se mezclaba el reciento, la levadura, con agua templada, se deshacía bien y, luego, se la echaba a la herrada del agua. La levadura, es masa sin cocer, se guardaba de una cocción para otra en lugar fresco, para que no terminase de fermentar y no se estropease. O también, y era lo más común, se pasaba un trozo de masa de una familia a otra: la que había cocido el día anterior, o hace pocos días, daba a la siguiente, y esta se lo devolvía, o se lo daba a otra familia… Siempre había reciento para cocer todos. ¿Y si no se conseguía el reciento? Se hacía nuevo: la noche anterior se amasaba un puñado o una almuerza de harina y se dejaba fermentar. A la mañana siguiente era ya una buena levadura.  Si esta masa o reciento ya estaba hecha y era prestada,  la noche anterior se la ponía sobre la trébede, por ejemplo, y se la cubría con un paño para que guardase el calor y fermentase mejor.



4.   El pan tiene que tener sal: pues se le echaba sal a la masa. Y para que se repartiera bien por toda ella, se la disolvía en agua y se echaba en la herrada del agua que iba a ir a la harina para hacer la masa. ¿Y cuánta sal? Pues… la justa, ni más ni menos. Dependía de la cantidad de masa que se hiciera. Era preferible no llegar, a pasarse. Cuando la masa estaba ya bien  mezclada con el agua y todavía era bastante líquida, se probaba y era la ocasión, si estaba sosa, de echar otra pizca de sal.

5.   Se vertía, pues, el agua de la herrada sobre el hueco de la harina que lo estaba esperando en la artesa. Y se comenzaba a amasar. Se empezaba como hacíamos los niños con las cazolitas (cazuelitas) de barro: de fuera hacia adentro,  hasta que toda la harina estuviera empapada, mojada y formara una pasta o masa. ¿Y cuánta agua había que echar? Pues… la justa. Por aquel entonces las medidas iban a ojo, ¡y nunca fallaban! Y se daba vueltas y vueltas a la masa… Con las manos, claro, que no había máquina amasadora. Quedaba bien amasada cuando ya no tenía grumos de harina y no se quedaba pegada a las manos. Si salía muy acuosa, se la espolvoreaba harina hasta que cogiese la consistencia debida: no había de pegarse ni a las manos ni a la artesa. Terminaba el amasado cuando toda la masa era moldeable, elástica y no pegajosa. ¿Fácil, verdad? Si no lo has hecho nunca, prueba: al principio, hasta que aprendas, te va a dar la sensación de que tus dedos y manos son parte de la masa.


6.   Ya bien amasada, se hacía en la artesa un único montón redondeado, se lo tapaba con un paño para que guardase el calor y se lo dejaba en paz hasta que fermentase. Ah, y se cortaba un trozo de esa masa para que sirviera de reciento, de levadura, para la próxima masa, o para devolvérselo a quien te había prestado el de esta cocción. ¿Cuánto tiempo tenía que estar la masa fermentando? Dependía de la cantidad de masa, de la cantidad y calidad de la levadura y, sobre todo, del calor o frío del ambiente. El reloj era muy bueno para medir el tiempo, lo  que pasaba era que en estas operaciones el tiempo era muy relativo, y quien hacía el pan se guiaba más que por el reloj, por los síntomas y señales de la masa, del horno o del pan.



7.   Se decía que la masa de la artesa estaba fermentada cuando alcanzaba el doble del volumen que tenía antes de fermentar. Era una medida. La otra, más real y medible era el dedo: metías el dedo en la masa, si el agujero se cerraba rápido, no había fermentado; si se iba cerrando poco a poco, estaba para terminar; y si quedaba el agujero marcado sin apenas cerrarse, era el momento justo de pasar a la siguiente operación.

Brezos.
Ulagas.


                                                                                                                                                                                      8.   En el entre tanto, el horno se preparaba y cargaba con leña. Y se encendía. La leña es lo que siempre se ha llamado leña, es decir, en principio la que se trae del monte para el fuego del hogar, y cualquier otra madera que arda y dé llama y calor. Para prender la leña servía el papel, pero sobre todo el brezo. Los brezos eran muy buenos porque sus llamas revoloteaban por todo el espacio interior del horno y calentaban todas sus paredes. En Micieces había buenas breceras y abundantes. También eran muy buenas para caldear el horno las ulagas, aunque más complicadas de coger y había menos. Siempre me admiró el que algunos hombres, aprovechando que iban al campo y pasaban por terrenos de ulagas, venían con una carga o pisada de ellas al hombro, enganchadas unas a otras alrededor del mango de una pica o azada, y ni se les caían ni se pinchaban: ¡qué maestría, o qué práctica! Una vez encendido el horno, ya no se lo dejaba apagar. Se atizaba el fuego y se colocaba la leña donde conviniera con el hurguero.


9.   Cuando la masa estaba ya fermentada, se la iba partiendo en trozos y cada trozo había que amasarlo de nuevo sobre la mesa. Este era el momento de hacer pasar cada trozo de masa por la brega, una o varias veces. Cuanto más se lo amase, o se lo pase por la brega, más suave quedaría el pan, porque esta operación de amasado y bregado tenía por finalidad el sacar la mayor cantidad posible del aire que tenía la masa en su interior:  el pan resultaría más fino después de la cocción.  Luego, se le daba la forma de pan: redondo, como lo que hoy llamamos hogaza. No se solían hacer panes de otra forma, ni siquiera de barra, a no ser por algún motivo muy especial. Se espolvoreaba un poco de harina sobre la mesa y se iban dejando en filas, esperando que terminase la fermentación. Y cuando ya se habían amasado todos los trozos de masa, que serían los futuros panes, y se les había bregado, si se los bregaba, y  el horno estaba en su punto, comenzaba la operación de meterlos en el horno.



10.        La temperatura de cocción del pan está entre 180 °C. y 200 °C. ¿Cómo saber la temperatura del horno? Había varios indicadores. El primero y principal era el sentido del panadero o de la panadera. O un poco de masa que se metía como prueba. O la forma de hervir del agua de una cazuela que ha de estar dentro para que no se reseque el ambiente interior del horno. O un trozo de papel que se metía en el horno: si ardía por sí mismo, estaba a 233 °C. o más; si solo se chamuscaba  lentamente, era buena temperatura para meter el pan. Si el horno tenía demasiado calor, se le abría la boca o puerta para que respirase y se  enfriase un poco. Si no llegaba a la temperatura ideal de cocción, se metía más leña y se le daba más tiempo.



11.        Lo de los grados de cocción del pan, yo lo he sabido después. Termómetros conocíamos los del tipo de esos que se ponían al enfermo, o nos lo ponían cuando decíamos que estábamos malos, y esos no servían para el horno. Y, la mayoría de las veces, las madres ni siquiera lo necesitaban: una mano en la frente y ya sabían si tenías fiebre o no. Los hornos de entonces no llevaban ningún reloj, manómetro o artilugio que midiese el calor, la humedad y no sé cuántas cosas más. Tampoco sabía yo entonces por qué con meter un papel en el horno se sabía su temperatura: no sabía el porqué, pero sabía que sucedía. Luego, ya estudié y aprendí el porqué de aquella acción: el papel empieza a arder por sí mismo a la temperatura de 233 °C. Y en esto del pan, indicaba que, si ardía, el horno tenía más grados de los necesarios y, dependiendo de lo que tardaba en arder, indicaba también los grados aproximados que estaba por encima de la temperatura adecuada para cocer el pan. Y es que el hacer el pan no era un trabajo mecánico, cuadriculado y automático. La experiencia del panadero o panadera valía más que los relojes del tiempo, que los termómetros y que cualquier otro tipo de manómetro.

Leña.

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12.        El fuego del horno calentaba el horno, claro, pero a través de los adobes: estos, cuanto más refractarios fueran, mejor lo hacían, recogían el calor del fuego, lo mantenían y lo iban cediendo poco a poco. Por eso el horno mantenía la temperatura durante mucho tiempo, y, al menos, durante todo el que duraba la cocción del pan. Si ya se estaba seguro de que el horno tenía la temperatura ideal, se utilizaba el rastrillo para recoger, correr, sacar, limpiar la cernada, ceniza, palos mal quemados, los rescoldos… Convenía dejar el rescoldo a un lado, dentro del horno, para que no se enfriase de repente, pero separado de los panes a cocer. Y con la trapa se limpiaba el suelo interior para que el pan siempre saliese limpio. Esto en los hornos de una sola planta. En los de dos, se apartaba el fuego a los lados, se amortiguaba, se limpiaba el piso del cocedero… Y, en ambos, se seguía con la siguiente operación.

13.        Se comenzaba a meter el pan en el horno. Esto se hacía con la pala. Pero antes de meterlo, se le hacían unos cortes ─generalmente cuatro o cinco o más, pero sin abusar en la cantidad─ que marcaban lo que llamamos corruscos, cuscurros u orillos. Y, además, se le hacían varios pinchazos con una aguja de las de hacer punto o similar. ¿Para qué? Para que con el crecimiento que iba a tener en la cochura, no reventase de cualquier forma afeando su presentación, sino que la masa pudiese respirar y quedase un pan bonito y presentable.


14.        ¿Cómo se sabía si el pan estaba ya cocido o no? Pues con el reloj. Lo que pasaba es que no siempre lo había a mano y nunca era tan fiable como el sentido práctico de quien hacía el pan. Para una hogaza de un kilo y estando el horno en su punto, entre 180° y 200°, con 45 minutos de cocción era más que suficiente. Este tiempo siempre era aproximado y la experiencia de quien hace el pan lo sabía calcular bien. Un pan grande y grueso necesitaba más tiempo de cochura que una torta o que un pan pequeño. Y si el horno estaba bajo de calor, se le daba más tiempo. Es como el hacer la comida: si el puchero hierve poco a poco, se le deja más tiempo, pero, al fin, la comida está cocida. El color dorado del pan era otro signo de bien cocido. Y otro era el comprobar el sonido: se le daba unos golpecitos al pan y tenía que sonar a hueco. Y la máxima prueba, pero te cargabas la presentación de un buen pan, era partirle y comprobar que la miga estaba cocida. El pan claramente mal cocido tiene un aspecto blancuzco y le solían salir en la corteza unas ampollas medio reventadas y medio quemadas ─pan con lunares, se le decía─. Y, claro, la miga estaba cruda, como masa. La pala del pan no solo servía para meter y sacar el pan del horno, también para moverlos  dentro del horno, colocarlos de forma diferente, acercarlos al rescoldo o separarlos…

15.        Para que la corteza del pan no quedase demasiado dura ni gruesa, el horno tenía que tener un cierto grado de humedad. Esto se conseguía metiendo en él una cazuela con agua y manteniéndola durante toda la cocción, o solo en parte. Los hornos modernos tienen un vaporizador que funciona cuando el panadero lo cree necesario. Algunos dan a la superficie externa del pan, al meterlo en el horno, unos brochazos suaves de aceite: consiguen que la corteza, al cocerse, quede brillante y llamativa, pero son añadidos que no son propio del pan-pan.


16.        Las tortas se hacían con la misma masa que el pan, redondas también, pero planas, no gruesas. No llevaban cortes de orillo o corrusco, pero sí se les pinchaba para que respirasen al cocerse y no reventasen. No subían  con la cocción, apenas un poco, quedaban planas con algún que otro abultamiento. Además, la torta admitía un recubrimiento de aceite, de manteca, de azúcar…



  








17.        Una vez cocido el pan, se sacaba con la pala del horno, se procuraba no tocarlo para no quemarse, se dejaba enfriar despacio y se llevaba a su lugar. El propio, y de ahí el nombre, era la panera. Que, además del local o sala, podía ser un armario, un cajón, un arcón u otro tipo cualquiera de recipiente suficientemente grande y que produjese un ambiente adecuado para que el pan reposara y no endureciera. Se le solía tapar con una tela llamada macera. Cuando el pan ya había cerrado sus agujeros, había mermado en relación a cuando salió del horno, se decía que estaba posado ─se había asentado, madurado─.

18.        El pan recién hecho nos gustaba más, quizá por eso nos decían que tenía que posarse porque era de más alimento. ¿De más alimento o porque ya posado se comía menos? Quizá las dos cosas. Un buen pan bien fermentado, bien hecho y bien cocido tiene agujeros por dentro, es suave y tierno y es de buen comer, aunque esté reposado y hayan pasado días desde la cocción. Dice el refrán: el pan con huecos; el queso sin ellos.  















19.        A los niños nos solían dar un trozo de masa para hacer una figura, nuestro pan, que vete tú a saber lo que salía. Luego nos la metían en el horno y nos la comíamos tan a gusto.


20.        A veces, sobre todo en vísperas de fiestas o de algo que celebrar, a la vez que se hacía y cocía el pan, se hacían y cocían dulces, sobre todo galletas.




Próximamente:
- LA HORNERA.
- CÓMO SE HACE UN HORNO DE PAN CASERO.

Puedes ver también:

-LISTADO DE HORNOS DE PAN EN MICIECES.
- EL HORNO DE PAN.
- VOCABULARIO DE "HORNO DE PAN".
- LAS OREJUELAS.
- LAS HORAS Y NOMBRES DE LAS COMIDAS.

1 comentario:

  1. El pan sabe delicioso en este tipo de hornos. Aunque claro, podemos Comprar horno madrid para nuestra panaderia, en caso de no tener un horno similar.

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Himno a Micieces de Ojeda