(o laguna de la
Janda)
el rey Rodrigo
perdía
en una dura batalla
contra los moros su
reino,
y así se perdía
España.
En pocos años cayó
el reino entero en
sus garras.
Los cristianos
temerosos
de que el moro
profanara
las imágenes de
santos
que tenían por
sagradas,
en los sitios más
recónditos
como podían
guardaban,
y, dejando todo,
huían
hacia el norte, a
las montañas.
Una imagen de la
Virgen
en un pueblo
veneraban:
algunos la
recogieron
y, para mejor
salvarla,
la disimulan con
tino
como viga de una
casa.
Y después, como los
otros,
huyen hacia las
montañas.
Pasaron años y
siglos,
la reconquista
avanzaba
y gentes nuevas se
vienen
a repoblar la comarca.
En un pueblo que la
historia
no dice como se
llama,
se aposenta un
panadero
con los de su
caravana.
Apenas del pueblo
antiguo
quedan restos de las
casas:
los adobes son
montones
de tierra roja
embarrada;
las piedras, cantos
rodados,
esparcidas se
encontraban;
las maderas,
carcomidas,
se pudren donde hubo
casas;
y las zarzas y los
cardos
crecen libres y
hacen guardia
cobijando
lagartijas,
culebras, sapos y
ratas.
Pasados algunos
meses
del suelo ya surgen
casas,
y las primeras han
sido
las que son más
necesarias:
la iglesia, humilde
y pequeña,
los talleres y la
fragua
y el horno del
panadero
a la vera de su
casa.
Aprovechan lo que
pueden
de todo lo que
quedaba.
Y el panadero recoge
toda la madera mala
porque toda servirá
para calentar la
hornada.
Todavía no se ve
ni rastro de la
alborada.
Ya el panadero
calienta
el horno, y la
harina amasa,
que el pueblo quiere
su pan
recién hecho en la
mañana,
porque comida sin
pan
ni es comida ni es
nada.
Llovizna el amanecer
y la leña está
mojada:
la coloca junto al
horno
para que se seque y
arda.
Leña fina echa
primero,
luego maderos de
casas
destruidas por el
tiempo
y que están
abandonadas.
Y trabaja sin
descanso,
el sudor perla su
cara,
atiza el fuego del
horno
mientras fermenta la
masa.
En el fuego va metiendo
la madera resecada:
chisporretean los
troncos
con el calor de las
llamas.
Siguiendo con su
trabajo
pasa del horno a la
masa,
que si no lo cuida
bien,
se le perderá la
hornada.
La madera está en su
punto
para echarla ya a
las llamas.
Con esfuerzo echa un
madero
soltando malas
palabras.
Y comienza a hacer
el pan
de la masa
fermentada.
Mas por la boca del
horno
sale humareda a la
sala.
Entre palabras
mayores
y blasfemias
soterradas,
remueve un poco el
madero
para que el humo no
salga.
Y el madero no se
quema,
aunque el rescoldo
lo tapa,
y el humo sigue
saliendo
y va llenando la
estancia.
Por más que le atiza
y mueve,
da sólo el humo en
ganancia:
la humareda que
produce
sale ya por la
ventana.
¡El pan va a salir
ahumado
y va a perderse la
hornada!
Por la línea del
oriente
comienza ya a verse
el alba
El horno no se
calienta
y el humo llena la
casa.
Coge con ira el
madero
y hasta la calle lo
arrastra.
-
Si no sirve para fuego,
no
servirá para nada,
dice para sí
enfadado
y con palabras de
rabia.
El madero está tan
frío
como mañanera
escarcha
y ha dejado de echar
humo
como por arte de
magia.
Soltado alguna
blasfemia,
da el panadero la
espalda.
-
Porque a la calle me tiras,
así
seré yo llamada.
El panadero que lo
oye
vuelve asustado la
cara:
a nadie ve por allí
que pueda decirle
nada.
Mira al madero y le
da
con desprecio una
patada.
-
A la calle me has tirado,
así
seré yo llamada.
Las rojas nubes de
oriente
el nuevo día
proclaman.
El panadero,
aturdido,
entra vacilante en
casa.
Su mujer el desayuno
como siempre le
prepara.
Y sus hijos, como
siempre,
a esta hora se
levantan,
que en el horno hay
que ayudar
para sacar bien la
hornada.
Más blanco está que
la harina
que hace no mucho
amasara,
y temblando cual los
juncos
que en el río mueve
el agua.
-
Pero, por Dios, mi marido,
¿qué
te ocurre, qué te pasa?
Y apenas puede con
signos
y con muy pocas
palabras
decirles que hay un
madero...,
que en el horno no
quemaba...,
que lo ha tirado a
la calle...
y que en la calle le
hablaba…
Y la mujer y los
hijos
van corriendo a ver
qué pasa.
Ven el madero en la
calle
con unas formas
extrañas.
-
Llamad al cura deprisa,
pues
aquí algo raro pasa.
Cuando llega el
sacerdote,
la gente ya está
enterada.
El cura manda quitar
de aquel madero la
capa
de yeso, cal y
pintura
que desfigura su
traza.
Poco a poco y con
cuidado
la madera fue
limpiada
y una imagen de la
Virgen
aparece bien tallada
en el madero que al
horno
el panadero
arrojara.
- ¡Es la Virgen, nuestra Madre,
la que antiguos ocultaran...!
-
¡Será bruto el panadero...!
-
¡Mira que querer quemarla...!
-
¡Que yo no sabía qué era,
que
no quería quemarla...!,
repetía el panadero
mientras lloraba y
lloraba.
-
¿Y cómo la llamaremos?,
es la pregunta
obligada.
-“De la Calle”,
que a mi esposo
dijo
que así la llamaran.
-¡Pues
que venga todo el pueblo,
que
lo llame la campana…!
¡Hay
que llevar a la Virgen
en
procesión a su casa!
Y al anochecer del
día
la procesión se
iniciaba:
hogueras, velas y
teas
alumbran toda la
marcha;
de eneas, juncos
y flores
está la calle
alfombrada;
canta la gente a su
Virgen
los
cantos que siempre canta,
y
repica sin cesar
en
la iglesia la campana…
Y
en la iglesia, que es ermita,
colocan
la imagen santa
en
lugar de preferencia
cual titular de la
casa.
¡Ya
tiene el pueblo su Virgen
y
“De la Calle” la llaman!
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