Micieces
no ha sido nunca uno de esos pueblos de novela que vivían en la calle, que
prácticamente hacían su vida en la calle pública. Para cualquier miciecense la
calle sigue siendo calle, pero tiene, sobre todo la más cercana a su casa, una
connotación muy familiar, como si fuese algo muy propio, aun siendo de todos y
siendo pública. Un poco como si fuera prolongación de la propia casa. Pero
siempre teniendo muy claro que casa es casa y calle es calle.
A cualquier urbanita de ciudad le llama la atención el
hecho de que uno podía marcharse de su casa sin trancar la puerta, ─cerrar la
puerta, sí, no fuera que un perro o un gato extraño…─ o dejándola trancada y
con la llave puesta en la cerradura o guardada en la ventana u otro sitio, que
no tenía nada de escondite porque todo
el mundo sabía dónde dejaba la llave cada vecino. ¿Robar en la casa de un
vecino? No era concebible. Si se sabía que en el pueblo había trashumantes o
vagabundos, o gente desconocida, se tenía más cuidado. Entre los vecinos no
hacía falta tener cuidado: todo el mundo se fiaba de todo el mundo. ¡Cómo ha
cambiado la vida en este aspecto!
En el pueblo había unos sitios clásicos y ya tradicionales donde se reunían las gentes, sobre todos las vecinas de la zona, sin por eso ser exclusivistas ni excluyentes. Eran las solanas: lugares al sol de la tarde y resguardados del frío cierzo. Solía haber algún madero para sentarse, o unas piedras. O cada quien se traía su silla o su tajo. Estas reuniones de vecinas, más que de vecinos, hacían de radio –habría en el pueblo no más de cuatro, y eran de esos de pared o armario, no transistores─, de periódico ─alguna vez llegaba alguno al pueblo, y no lo iba a leer todo el mundo…─, de televisión –no existía todavía─. Pero siempre había noticias del pueblo o de fuera que contar y que comentar. Y siempre había una tela para cortar traje hasta al más pintado. Y aprovechaban para coser, hacer ganchillo, punto, bordados…, o nada.
─¡Cosas de mujeres! ─decían los hombres.
Los hombres solían tener otro sitio de reunión y
tertulia: las cantinas. Sí, las cantinas, porque en aquel
entonces había tres en el pueblo. Y parece que las tres tenían clientela.
¿Y los niños? Todo el pueblo era nuestro. Incluidos los prados, las tierras, los corrales o cortes, las cuadras y los montes… ¡En algún sitio estaríamos! De vez en cuando aparecía alguno en la solana de las mujeres:
¿Y los niños? Todo el pueblo era nuestro. Incluidos los prados, las tierras, los corrales o cortes, las cuadras y los montes… ¡En algún sitio estaríamos! De vez en cuando aparecía alguno en la solana de las mujeres:
─¡Tengo hambre, madre! ─Mamá no lo decíamos: ¡no éramos señoritos de ciudad!
Y la madre solía decir:
─Vete a casa y coge… ─No iba a ir ella y perderse lo que contaban las demás, que siempre
sucedía que contaban lo más interesante cuando alguna faltaba…
Y terminaban su tertulia cuando el sol ya se ponía y
empezaba a anochecer, porque había que hacer la cena. O cuando al cierzo se le
hinchaban las narices y soplaba más de lo debido o daba más frío de lo
necesario, que solía suceder con frecuencia.
¡Aquellas tardes soleadas de finales de verano o del otoño, cuando era benigno el clima…! ¡O aquellos anocheceres al fresco del verano, sentados a la puerta de la casa de un vecino, con el olor a cena, o quizá ya cenados…! ¡Atardeceres y anocheceres grabados en la mente infantil, la mayoría unidos a un olor agradable de cocina, de comida, de campo, de felicidad…! ¡Y a las historietas, leyendas y cuentos que nos contaron! Porque los mayores comentaban sus cosas: los más viejos, sus batallitas; las mujeres, ¿de qué hablaban las mujeres? Solo cuando fuimos un poco mayores empezamos a entender algo. Y los niños, escuchando, si era interesante o, las más de las veces, corriendo por todo el pueblo, porque todo el pueblo era nuestro, y jugando a los juegos propios de los niños…
Con alguna variante forzada por los tiempos, esto ha seguido haciéndose en los veranos actuales con los llamados veraneantes. A nosotros nos llamaban a gritos para cenar o ir a la cama. Últimamente había un dispositivo que disminuía la luz de las farolas del pueblo, y esa era la señal de retirarse a sus casas. Por aquel antiguo entonces no se podía disminuir más la luz, a no ser que nos quedáramos a oscuras. Pero nos arreglábamos y sabíamos jugar a cosas que no eran maquinitas digitales…
(JLR)
Puedes ver también:
LAS CALLES DE MICIECES:
- Trazado urbanístico.
- Las calles de antes.
- Las aceras.
- ...con hielo, nieve, lluvia... y riadas.
- Cosas de la calle.
Y más en :
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