(JLR)
De niño y de adolescente fui muchas
veces a Berzosa. Incluso hice de monaguillo algunas veces en la fiesta de san
Cristóbal, el patrón del pueblo. Y recuerdo muy bien al que fue su sacristán.
Tenía amistad con mi padre y, por eso, también la tenía con mi familia. Más de
una vez aparecía por mi casa justamente a la hora de comer. Y mi madre siempre
le decía:
-
Si quieres, te puedes quedar a comer con nosotros…
-
Ya que insistes, me quedaré… -respondía él siempre, y casi casi sin dejar que
mi madre terminara
la frase. Y se quedaba a comer con nosotros. Y siempre nos contaba alguna cosa
interesante.
Él era el que
hacía las formas, las hostias de consagrar, para nuestra parroquia, para la
de Berzosa y, creo, para unas cuantas más de los alrededores. Por eso a veces
los chiguitos y otros mayores, cuando lo
veíamos por el camino de Berzosa, le gritábamos con la malsana intención de
insultarle: “¡Hostiero!”. Y nos
escondíamos para que no nos viese. Sin embargo, era una buena persona y a nadie
hacía mal.
Pues en una de estas ocasiones en que se
quedó a comer con nosotros, mi madre le dijo que yo quería saber cómo se hacían
las hostias. Y él me invitó a ir un día a su casa. Y fui, y vi cómo se hacían
las hostias, y comí los recortes…
El dicho sacristán vivía solo, y en su
casa tenía algunas cosas que a mí me parecían, cuando menos, curiosas. Y entre
esas cosas que a mí me parecieron curiosas tenía un libro en una especie de
estantería pequeña en una de las paredes de la cocina. Era de seguro un libro viejo (no sé si sería
antiguo, pero viejo sí que lo era). Se ve que se dio cuenta de que yo lo miraba
con curiosidad, alargó la mano, lo cogió y me lo dio. Pero me dijo muy serio:
-
Chiguito, ten cuidado, no lo estropees, que ese libro tiene mucho valor.
Lo puse encima de la mesa y lo abrí,
quizá con excesivo cuidado puesto que me costaba pasar las hojas. Eran gruesas,
de un papel blanco marfileño, granulado…El libro aquel era bastante grande, más
o menos como los misales grandes que había en el coro de la iglesia. Y tenía
una cosa muy curiosa para mí: cada vez que comenzaba un capítulo, la primera
letra estaba coloreada y muy dibujada, hasta tal punto que yo algunas casi ni
las reconocía. Con el tiempo he visto algún libro parecido a aquel y he llegado
a la conclusión de que sí, seguro que tenía bastante valor, y segurísimo que,
además de viejo, era antiguo.
Él seguía preparando la masa y, a
la vez, el fuego de leña. Y los hierros,
una especie de tenazas grandes con unas chapas de hierro plano al final: eren
los moldes para hacer las hostias. Me los enseñó y yo pasé la mano por ellos:
uno era liso, pero el otro tenía dibujos, los que salían en las hostias, pero
al revés, y que todo el mundo conocía. Y me preguntó:
-
¿Sabes leer?
-
¡Pues claro! –le respondí en un tono como queriendo decir que la duda me
ofendía.
-
Anda, busca la página… (no me acuerdo cuál sería) y léela, verás qué guapo es
lo que cuenta. Y a la vez aprenderás algo de historia.
Yo la busqué y empecé a leer. Pero
enseguida me dijo:
-
En voz alta, chiguito, que a mí me gusta oírlo…
Y lo releí en voz alta. Al principio me
costaba, pero pronto cogí el ritmo y leía todo seguido. Eran versos. Y resulta
que cuando yo dudaba en alguna palabra o la leía mal, él me la corregía: ¡se lo
sabía entero de memoria!
Cuando terminé de leer aquel poema, me
quedé un poco como en el aire. Él seguía haciendo las hostias y me dio un
bloque entero recién hecho. Casi quemaba.
-¡Te
ha gustado lo que has leído…? –yo no sé si fue pregunta o afirmación.
-Sí,
es muy bonito –le respondí comiendo los trozos de hostia recién hechos-. ¿Y es
verdad lo que dice? ¿Y la fuente de la Mora se refiere a esta mora de los
versos?
-
Mira, chiguito, es una leyenda que pudo muy bien ser verdad, y que a lo mejor
lo fue. De todos modos algo debió ocurrir así o de forma parecida porque si no,
nadie hubiera escrito versos sobre eso…
-
Si me dejase usted el libro para copiarlo…
-
No, que cuando se prestan estas cosas, nadie las devuelve y se pierden… ¿Y para
qué quieres copiarlo?
-
Es para leerlo en mi casa, que a mis padres y a mi hermana también les gustará.
-
Entonces lo que sí puedo hacer es dejarte unas hojas de cuaderno y lo copias
mientras yo termino… Hasta que venga tu padre, tienes tiempo y te sobra.
-
¡Ah, pues sí…! –respondí yo todo animoso.
Y me puse a copiarlo. Y antes de que mi
padre viniese del campo con el ganado, yo había terminado, había aprendido cómo
se hacen las hostias, había salido a jugar a la calle (en Berzosa solo había un
único quinto mío, con el que a veces jugaba). Y cuando encerró el ganado mi
padre, recogí un paquetito de recortes de hostias, las hojas copiadas y volví
con él a Micieces.
Pasó el tiempo…, mucho tiempo… La madre
guardaba tantas cosas de cuando sus hijos fuimos niños… Pero cuando ella faltó,
hicimos limpieza general. Y aparecieron, entre otros muchos recuerdos de
nuestra infancia, unas hojas de cuaderno escritas con caligrafía infantil. Y en
unas de ellas reconocí de inmediato, cómo no, mi letra y aquellos versos que
había copiado siendo niño y que procedían de un libro viejo del sacristán de Berzosa. Las releí con gusto y nostalgia, y
comprendí que aquellos versos no eran sino romances juglarescos que, en muy
diversas épocas, cantaron los ciegos y no ciegos en las plazas y ferias de los
pueblos y ciudades, y cuyo origen se remontaba… ¡vete tú a saber!
Junto a estos recuerdos míos, que explican el porqué tengo yo estos versos,
publico aquel romance, que se sigue titulando “LA MORA DE LA FUENTE”.
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