EL COLECTOR Y LA FUENTE
En el año 1930 se recogieron y unieron dos manantiales ─uno de la ladera del monte Cucuruto, la que da al este, y otro del centro del valle del camino de Oteros─ y se llevaron sus aguas a un depósito que se construyó a los pies del mismo Cucuruto. De ahí llegaba el agua, mediante una tubería enterrada en el fondo del cauce del arroyo, hasta la fuente pública que se ubicó en el centro del pueblo. El agua sobrante del depósito rebosaba y caía en una arqueta e iba a parar al arroyo. Igualmente el sobrante de la fuente caía al arroyo que pasaba a sus pies.
Aquel arroyo
céntrico y señor del pueblo se terminó cuando, tiempo acá ya, la cultura de
saneamiento e higiene se fue extendiendo a los ámbitos pueblerinos y Micieces
consiguió beneficiarse de algo del presupuesto del estado. Se soterró,
desapareció de la vista, se convirtió en más higiénico, ya no fueron necesarios
los puentes ni los vados, y… los niños dejaron de jugar en él y con sus aguas.
Esto sucedió
allá por los años de la segunda mitad de la década de los cincuenta (1950). El
arroyo ya no se llamaría nunca más “arroyo”,
sino “colector”. Y así se sigue
llamando.
Y el tal colector sería de cemento. Y para ello había de tener un lecho apropiado y de anchura y profundidad suficientes para recoger el agua de las crecidas que vendría de arriba. Pues se hizo a pico y pala. Y lo hicieron los vecinos del pueblo. A cada vecino le correspondía tantos metros, más o menos lo más cercano y perpendicular a su casa. Se supone que había algún perito para señalar la anchura y profundidad. En algunos trozos salía cascajo; en otros arcilla o tierra, roja casi siempre; y en los más, arena dura, muy dura. Lógicamente todo el terreno donde está asentado el pueblo es terreno de aluvión, y no iba a salir otra cosa. Y algunas piedras bastante grandes, pero de las del tipo de piedras rodadas. Y en muchos trozos del hueco, en las paredes, se notaban capas diferentes: luego supimos que eso se llamaba estratos.
Los niños lo
inspeccionábamos todo, todo lo mirábamos, en casi todo nos metíamos… Pero yo no
recuerdo que los mayores se enfadasen con nosotros. Eso sí: avisarnos del
peligro, el tened cuidado, el a ver si os vais a caer al hoyo… Pero eso era lo
más común y todos, ellos y nosotros, lo teníamos asumido.
Y, después de
haber hecho el hoyo, venían los técnicos, ponían tablas ─el encofrado─ y
echaban el hormigón. Y cuando fraguaban las paredes, ponían unas bovedillas de
madera y echaban el hormigón para el techo. No recuerdo si ponía barras de
hierro o tela metálica ─hormigón armado─, pero sí que la capa que ponían era
muy gruesa. Con ojos de niño, así lo veíamos y así nos parecía. Y cuando
preguntábamos si se podría hundir, porque es que un carro cargado pesa mucho
─esa era nuestra unidad de peso para mucho peso─ siempre nos decían que no, que
era imposible, que la curva de la bóveda… Y quedábamos tan seguros, convencidos
y tranquilos… Y parece que nos decían la verdad, porque todavía resiste y no se
ha hundido en ninguna parte.
Y como estábamos
seguros de que no se iba a hundir, pues lo convertimos en lugar de juego. Era emocionante
recorrer todo el trayecto gritando y escuchando el eco. Entrábamos por la salida,
junto al río, y llegábamos hasta la boca inicial, al pie del Cucuruto, donde estaba la reja que impedía el paso de las cosas que podían cegar el colector cuando había riadas. A veces,
salíamos por uno de los respiraderos, hasta que sellaron las rejillas. Recién hecho, o al poco de inaugurarse,
estaba bastante limpio y ni nos mojábamos en el reguerito de agua que bajaba.
Las personas mayores siempre nos amenazaban con los posibles peligros que
podíamos encontrar dentro de aquel túnel, pero no es que nos diese miedo. Quizá
el hecho de que había algún peligro indefinido nos lo hacía más atractivo. La
oscuridad, el silencio, el eco… eran algo atrayente para nosotros los niños.
Se terminó nuestro juego cuando
el ayuntamiento decidió poner, y puso, una reja provisional en la salida. No volvimos a entrar en el colector.
Por el piso
del colector venía una tubería desde el depósito del Cucuruto hasta la fuente
pública del centro del pueblo. Cuando se hizo el colector, se cambió el
monolito ─un bloque alto de hormigón─ y se colocó otro de diferente diseño, no
tan alto, y se acercó un poco más a la pared, más o menos en la vertical del
colector: de esa forma dejaba más espacio para tractores, coches y otras
máquinas que ya empezaban a abundar en el pueblo.
Muy
posteriormente, y ya con maquinaria y adelantos modernos, se hizo el otro trozo
del colector, el que recoge las aguas del camino de Oteros.
Cuando se
metió el agua potable en las casas, fue necesario que cada una tuviese su
desagüe, y toda la red de aguas negras se dirigió al colector, que ejerce ahora
de “cloaca máxima” a todos los
efectos.
Pero al meter el agua potable a las casas, "se les olvidó" conectar una tubería para la fuente del pueblo. Y la pobre fuente siguió recibiendo, cuando la recibía, el agua del Cucuruto, con un letrero humillante de "agua no potable". Hasta que, en tiempo muy reciente, el ayuntamiento decidió cambiar la fuente y conectarla a la red del depósito que recibe el agua de Valdelacalle y san Lorenzo.
Pero al meter el agua potable a las casas, "se les olvidó" conectar una tubería para la fuente del pueblo. Y la pobre fuente siguió recibiendo, cuando la recibía, el agua del Cucuruto, con un letrero humillante de "agua no potable". Hasta que, en tiempo muy reciente, el ayuntamiento decidió cambiar la fuente y conectarla a la red del depósito que recibe el agua de Valdelacalle y san Lorenzo.
José Luis Rodríguez Ibáñez.
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