Habrá muchos que tengan recuerdos
muy parecidos a estos y sus vivencias seguro que no serán muy diferentes. Los
tiempos han cambiado tanto, que algunos de los jóvenes actuales pueden creer, o
suponer, o pensar, que el mundo siempre ha sido como ellos lo están viviendo o,
a lo más, solo algo diferente al actual. Pues la forma de vivir fue bastante
diferente, y, gracias a cómo vivieron nuestros bisabuelos, pudieron seguir
mejorando nuestros abuelos. Y gracias a ellos, nuestros padres. Y gracias a
nuestros padres, nosotros. Y gracias a nosotros, los que venís detrás de nosotros.
Y gracias a vosotros, los que… ¡Ojalá sí!
1. Los de la generación de la posguerra, los de la cartilla del racionamiento, sí, nosotros, no desayunábamos: almorzábamos. No sé si se usaba la palabra desayuno en el habla del pueblo: quizá sí, porque Micieces siempre fue pueblo de acogida. Pero eso de desayunar era muy finolis.
2. ¿Y qué se almorzaba? ¡Sopas de ajo! O patatas, o… Hombre, siempre había familias que, incluso en el almuerzo, se podían permitir el lujo de adornar la mesa mejor y con más cosas. ¡Y torrezno ─torresno─! ¡Que no faltase el torrezno! Pero no lo que hoy se llama panceta o beicon. El torrezno era tocino de la matanza del cerdo y había de ser tocino-tocino y no muy magro. Se le freía ─no al estilo de los típicos de Soria, quedaba blando─, se untaba el pan y se comían ambos a dos carrillos… ¡Y era, y sigue siendo, delicioso!
3.
La sopa de ajo, sopa castellana la
dicen hoy, es simplemente sopa de pan y agua, con los condimentos mínimos
necesarios. He comido muchas veces a lo largo de mi vida sopa castellana. Pero,
la verdad, estas sopas no eran las de mis recuerdos: ¡ni parecidas a aquellas
que comí de niño en el pueblo, aunque estas estuvieran más ilustradas, más
adornadas y fuesen más caras! Las sopas buenas-buenas eran las que se hacían en
cazuela de barro, cada uno la suya: la madre les echaba un aceite resquemado, o
lo que salía de freír los torreznos, se les daba tiempo, se las ponía al fuego
de la hornacha, de la lumbre del
hogar, hervían algo, se pegaban otro algo a la pared de la cazuela y… sabían a
gloria. ¡Sabores de esos que se te quedan en el paladar para toda la vida!
─Pues un café con leche, galletas…
(Y el de pueblo piensa: “Con eso no
resistes hasta media mañana, hasta las diez, y menos hasta la hora de comer, a
no ser que no hagas nada”).
El café era demasiado lujo en aquellos tiempos: solo asequible
a los ricos o como un lujo extra, propio de día de fiesta gorda. En la mayoría
de los hogares a lo más que se podía aspirar era a la achicoria, que muchas
veces se disfrazaba de cebada tostada. Y el café, o su sucedáneo, era de
puchero, naturalmente. El soluble, el que siempre llamamos nescafé, no había llegado a nuestros pueblos, si es que ya se había
inventado. Y aquellos otros componentes que alteraban color y sabor de la
leche, o del agua ─colacao, por ejemplo─, o eran demasiado lujo, o no habían
aparecido en el mercado todavía.
5. ¿Y leche? En nuestro pueblo solía haberla de cabra, hasta que las prohibieron, más o menos hacia el inicio de la década de 1950. O de vaca, la más común. Aquí siempre se labró con ganado vacuno y solía haber casi siempre alguna vaca parida cuya leche se vendía y compraba. Pero algunos compañeros que he tenido a lo largo de la vida me contaban que en sus pueblos respectivos no se tomaba leche y apenas queso. No había ganado vacuno, se labraba con ganado mular, no había tampoco cabras y a las ovejas no se las ordeñaba. Y aquella leche americana en polvo y el queso en lata no habían llegado aún.
6. Para el almuerzo no era “obligatorio” reunirse toda la familia, dependía de los madrugones, de los quehaceres y obligaciones, de las edades. Y, lógico, de las costumbres de cada familia.
7.
La comida era principalísima, tanto en lo
relacionado con la alimentación, como en lo relativo a la vida familiar y
social. Era el momento que dividía el día en dos mitades: la mañana y la tarde.
Se decía: es hora de comer, ¿has comido?, llevo la comida a…, y todo el mundo
sabía a qué se refería: la comida principal, la de mediodía. Ahora los horarios
europeos, las modas y costumbres que importamos, la dispersión laboral de la
familia, los horarios laborales… han alterado estos puntos de referencia y ya
no es la comida principal del día, ni la comida familiar, ni marca la mitad del
día, ni… ¡Tiempos aquellos…! Pero ahora son estos y son así.
8. Lo más normal
en los pueblos de Castilla ─y, en general, en todos los pueblos de raíces e
influencia cristiana, católica o protestante, y desde luego en Micieces─ era
que el padre de familia presidiese la mesa. La madre solía atender a la cocina,
servir los platos, atender a la mesa y sentarse en su lugar a comer con todos:
lógico lo veíamos.
9. En la mesa, en
cualquier comida, había que comportarse. No habría mucho para elegir, no
tendría la familia mucha cultura y educación universitaria o de estudios, pero
en la mesa había que comportarse con educación y cumplir las normas que comúnmente se llamaban de urbanidad.
10. Y lo primero
que se hacía en cualquier comida, después de sentarse a la mesa, cada cual en
su sitio, no en otro, era “bendecir la mesa”, o sea, un rezo
que podía ser una de las oraciones que sabe cualquier cristiano u otra oración
que sirviese para dar gracias a Dios por la comida o que la bendijese. Y la
podía dirigir o hacer en público cualquiera de los comensales, dependiendo de
la costumbre familiar. Y hasta que no se haya bendecido la mesa, no se empezaba
a comer, aunque el plato estuviera ya servido y tuvieras mucha prisa o hambre.
¡O témpora, o mores! ─que solo es una exclamación latina con una cierta
connotación de añoranza o de pena por el tiempo pasado, y que significa “oh tiempos, oh costumbres”, no otra
cosa─.
JLR
Continuación de esta entrada en (click): MÁS TRADICIONES Y RITOS.
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