jueves, 12 de abril de 2018

Micieces de Ojeda. ¡A SULFATAR...! Micieces, pueblo patatero. (X).




¡A SULFATAR...!

                                        ¿Cómo se le ha combatido al escarabajo de la patata? En Micieces, y en esta
nuestra zona geográfica, se ha luchado contra esta plaga sulfatando. Tan es así, que la palabra sulfatar tomó carta de naturaleza y suplió a la de fumigar. Aquí no se fumiga, es raro oír la palabra: se sulfata. Y eso sin importar si el veneno que se echa a las plantas sea sulfato, de cualquier clase, o no lo sea.



Cuando los bichos (así llamados también los escarabajos de la patata) empezaron a ser plaga, se compraba unos polvos (que ciertamente eran sulfato de algo, de cobre debían de ser, junto a otros componentes), se disolvían en agua en la cantidad marcada y con unas ramas (hierbas, poleos, brezos o algo similar…) se hacía un hisopo y se asperjaba cada pie de patata ─a cada mata de patata se le llama pie─. Si tenía bichos, para matarlos; si no, para que no fuesen a ella o muriesen si se les ocurría ir. El caso es que era efectivo y al día siguiente habían muerto ya y caído alrededor de la planta. Había quien tenía un fumigador de esos que se llevan a la espalda y se les da presión con una palanca manual. Lo tenían de antes, o lo compraron para esta operación patateril. Lo veíamos como un adelanto técnico, aunque el hisopar manualmente el pie de patata, mataba a los bichos, ¡y bien muertos! ¡Pero qué afán de vida y de pervivencia tenía, y tienen, los escarabajos! Al cabo de un tiempo, otra vez tenían bichos las patatas. Y otra vez a sulfatar y a hisoparles.

La técnica de matar escarabajos fue avanzando, creo, porque más adelante ya no era necesario disolver el sulfato, o lo que fuese, en agua: se echaba directamente en polvo sobre la planta. Y el efecto era, más o menos, el mismo. Pero, sobre todo al principio, había que hacerlo por la mañana, cuando las hojas estaban con el rocío, así el polvo se pegaba a la hoja y no se lo llevaba el viento. En consecuencia, de mañanita veías a la gente en los patatales envueltos en un cierto halo de neblina y de polvo de sulfatar… La experiencia parece que enseñó que no era necesario el rocío de la mañana, aunque fuese mejor, y que también servía sulfatar a cualquier hora: los bichos se comían la hoja de patata con el veneno y morían igual. Pero mejor si no hacía viento, que se lo llevaba todo y te hacía respirar el veneno a ti mismo.

Había técnicas muy especiales para espolvorear el sulfato sobre la planta de patata. Vendían unos aparatos con un depósito en el que se echaba el sulfato en polvo. A este depósito estaba unido otro dispositivo que, a modo de bomba de hinchar las ruedas de la bicicleta, producía aire que daba presión al depósito y salía el polvillo por un oportuno agujero. Oficialmente seguro que tendría un nombre, pero en cuanto llegó al pueblo, la gente lo llamó simplemente sulfatador. Era bastante cansado de usar. Así que se inventó el sistema de espolvorear sin necesidad de darle a la bomba del aire, espolvoreando directamente con ese aparato, pero con un simple movimiento de muñeca. ¡Y servía igual! Aunque el aparato más curioso de espolvorear el sulfato sobre el pie de patatas era… ¡un invento popular, sin necesidad de pagar patente! Se cogía un bote vulgar y corriente, se le llenaba del polvo de sulfatar, se le cubría la boca con una media, o con un calcetín lo suficientemente fino y con poros (no agujeros de roto)... ¡y ya estaba el invento! Y era sencillísimo de usar: un movimiento de muñeca y echabas el sulfato en la planta y sitio que querías. ¡Y el mecanismo no fallaba! ¡Y era tan simple y tan efectivo… que yo creo que ni pudo patentarse…!




Los bichos, los escarabajos, tremendamente espabilados, se iban inmunizando genéticamente al sulfato con que se pretendía matarlos. Por lo menos eso era lo que los técnicos decían, porque cada pocos años cambiaban el producto. Y lógicamente siempre había comentarios contrapuestos de los labradores sobre cuál era mejor, si el de este año o el del anterior. Pero había que comprar el que estaba de venta en el mercado, claro.

¡Y cómo comían los condenados escarabajos patateros! Pasaba el labrador un día por su patatal y calculaba:
 ─Dentro de dos o tres días, a sulfatar, porque ya se ven algunos bichos… ─se decía.


Si hacía calor, a los tres o cuatro días tenía ya el patatal medio comido… ¡Y que no se terminaban nunca! Hasta que los días se acortaban y llegaba el frío: entonces desaparecían del todo. Para nosotros, cuando niños, aquello era un misterio. ¿Dónde se habían ido? Pero si es que al año siguiente, puntualmente además, estaban allí otra vez… Recuerdo una frase que algún miciecense dijo en cierta ocasión y que, luego, ha quedado casi como dicho popular o refranesco. Había estado arando, o haciendo algo en el huerto, o… vete tú a saber qué y dónde. El caso es que, hablando de los escarabajos y ante la duda de algunos, niños creo yo, nos dio la solución de dónde estaban escondidos los bichos:
─Debajo de un zalceño ─tronco o raíz de un zalce que ya es o fue árbol─  he encontrado… ¡lo menos una fanega…! Estaban esperando el verano. ─El qué hacían allí, cómo esperaban, si los mató o no…, eso ya no importaba: se guardaban bajo tierra, o en algún refugio, invernaban y esperaban el calor… Es que el labrador sabe cosas sin necesidad de haberlas leído en libros… ¿O quizá sea más correcto decir: quien escribe los libros, lo ha aprendido de  los labradores? En muchos casos, sí.



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