¡A SULFATAR...!
¿Cómo se le ha combatido al escarabajo de la patata? En Micieces, y en
esta
nuestra
zona geográfica, se ha luchado contra esta plaga sulfatando. Tan es así, que la palabra sulfatar tomó carta de
naturaleza y suplió a la de fumigar. Aquí no se fumiga, es raro oír la palabra:
se sulfata. Y eso sin importar si el
veneno que se echa a las plantas sea sulfato, de cualquier clase, o no lo sea.
Cuando los bichos (así llamados también los
escarabajos de la patata) empezaron a ser plaga, se compraba unos polvos (que
ciertamente eran sulfato de algo, de cobre debían de ser, junto a otros
componentes), se disolvían en agua en la cantidad marcada y con unas ramas
(hierbas, poleos, brezos o algo similar…) se hacía un hisopo y se asperjaba
cada pie de patata ─a cada mata de patata se le llama pie─. Si tenía bichos,
para matarlos; si no, para que no fuesen a ella o muriesen si se les ocurría ir.
El caso es que era efectivo y al día siguiente habían muerto ya y caído
alrededor de la planta. Había quien tenía un fumigador de esos que se llevan a
la espalda y se les da presión con una palanca manual. Lo tenían de antes, o lo
compraron para esta operación patateril. Lo veíamos como un adelanto técnico, aunque
el hisopar manualmente el pie de patata, mataba a los bichos, ¡y bien muertos!
¡Pero qué afán de vida y de pervivencia tenía, y tienen, los escarabajos! Al
cabo de un tiempo, otra vez tenían bichos las patatas. Y otra vez a sulfatar y
a hisoparles.
La técnica de matar escarabajos fue avanzando, creo,
porque más adelante ya no era necesario disolver el sulfato, o lo que fuese, en
agua: se echaba directamente en polvo sobre la planta. Y el efecto era, más o
menos, el mismo. Pero, sobre todo al principio, había que hacerlo por la
mañana, cuando las hojas estaban con el rocío, así el polvo se pegaba a la hoja
y no se lo llevaba el viento. En consecuencia, de mañanita veías a la gente en
los patatales envueltos en un cierto halo de neblina y de polvo de sulfatar… La
experiencia parece que enseñó que no era necesario el rocío de la mañana,
aunque fuese mejor, y que también servía sulfatar a cualquier hora: los bichos
se comían la hoja de patata con el veneno y morían igual. Pero mejor si no
hacía viento, que se lo llevaba todo y te hacía respirar el veneno a ti mismo.
Había técnicas muy especiales para espolvorear el
sulfato sobre la planta de patata. Vendían unos aparatos con un depósito en el
que se echaba el sulfato en polvo. A este depósito estaba unido otro
dispositivo que, a modo de bomba de hinchar las ruedas de la bicicleta,
producía aire que daba presión al depósito y salía el polvillo por un oportuno
agujero. Oficialmente seguro que tendría un nombre, pero en cuanto llegó al
pueblo, la gente lo llamó simplemente sulfatador.
Era bastante cansado de usar. Así que se inventó el sistema de espolvorear sin
necesidad de darle a la bomba del aire, espolvoreando directamente con ese
aparato, pero con un simple movimiento de muñeca. ¡Y servía igual! Aunque el
aparato más curioso de espolvorear el sulfato sobre el pie de patatas era… ¡un
invento popular, sin necesidad de pagar patente! Se cogía un bote vulgar y
corriente, se le llenaba del polvo de sulfatar, se le cubría la boca con una
media, o con un calcetín lo suficientemente fino y con poros (no agujeros de
roto)... ¡y ya estaba el invento! Y era sencillísimo de usar: un movimiento de
muñeca y echabas el sulfato en la planta y sitio que querías. ¡Y el mecanismo
no fallaba! ¡Y era tan simple y tan efectivo… que yo creo que ni pudo
patentarse…!
Los bichos, los escarabajos, tremendamente
espabilados, se iban inmunizando genéticamente al sulfato con que se pretendía
matarlos. Por lo menos eso era lo que los técnicos decían, porque cada pocos
años cambiaban el producto. Y lógicamente siempre había comentarios
contrapuestos de los labradores sobre cuál era mejor, si el de este año o el
del anterior. Pero había que comprar el que estaba de venta en el mercado, claro.
¡Y cómo comían los condenados escarabajos patateros!
Pasaba el labrador un día por su patatal y calculaba:
Si hacía calor, a los tres o cuatro días tenía ya el
patatal medio comido… ¡Y que no se terminaban nunca! Hasta que los días se
acortaban y llegaba el frío: entonces desaparecían del todo. Para nosotros,
cuando niños, aquello era un misterio. ¿Dónde se habían ido? Pero si es que al
año siguiente, puntualmente además, estaban allí otra vez… Recuerdo una frase
que algún miciecense dijo en cierta ocasión y que, luego, ha quedado casi como
dicho popular o refranesco. Había estado arando, o haciendo algo en el huerto,
o… vete tú a saber qué y dónde. El caso es que, hablando de los escarabajos y
ante la duda de algunos, niños creo yo, nos dio la solución de dónde estaban
escondidos los bichos:
─Debajo de un
zalceño ─tronco o raíz de un zalce
que ya es o fue árbol─ he encontrado… ¡lo menos una fanega…! Estaban
esperando el verano. ─El qué hacían allí, cómo esperaban, si los mató o
no…, eso ya no importaba: se guardaban bajo tierra, o en algún refugio, invernaban
y esperaban el calor… Es que el labrador sabe cosas sin necesidad de haberlas
leído en libros… ¿O quizá sea más correcto decir: quien escribe los libros, lo
ha aprendido de los labradores? En
muchos casos, sí.
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