lunes, 19 de septiembre de 2016

Micieces de Ojeda. EL ERMITAÑO DE ISALUPE.










EL ERMITAÑO DE ISALUPE.

Dicen que era peregrino
del camino de Santiago
y que pasó por el pueblo
triste, solo y cabizbajo;
dicen que si estaba enfermo
y que venía cansado,
que penas de amor tenía
por algo de un desengaño;
y que el pueblo le ofreció
comida, paz y descanso:
con ansia y ganas comió
agradecido y callado;
mas dicen que después dijo
que estaba desorientado,
y pidió que le indicaran
el camino hacia Santiago,
que iba de peregrino
por caminos apartados;
dicen que las gracias dio
por la comida y el trato,
pero había de seguir
su caminar solitario:
no debía detenerse
a no ser lo necesario.
Y se fue por el camino
que le habían indicado.

Dicen que dicen y dicen
que nunca llegó a Santiago,
que en la zona de Isalupe
se quedó como ermitaño.
A los pies del mismo monte,
entonces bosque cerrado,
hizo su humilde cabaña
de ramas, cañas y palos,
de cara al río, que entonces
era río acaudalado,
y protegida del cierzo
de cara al sur soleado.

Y el peregrino perdido
dejó de seguir andando:
se convirtió en eremita
en el bosque solitario.

Un huerto junto a aquel río
tenía bien cultivado,
y el bosque le producía
cuanto le era necesario.
Llevaba una vida santa
según regla de ermitaño.
Para las gentes del pueblo
dejó de ser un extraño
y era siempre bienvenido,
recibido y saludado
si a San Lorenzo venía
a los rezos obligados
─era entonces San Lorenzo
la parroquia del poblado─.

Aquel pecado de amores
lo tenía ya purgado,
mas al demonio maligno
no se le había olvidado
y, astuto cual la serpiente,
volvió otra vez a tentarlo.
Trabajaba un día el huerto,
para de piedras limpiarlo
que del monte resbalaban
hasta el trozo cultivado.
Una muy rara vio un día
de color vivo y dorado.
La limpia con su camisa
y la muerde comprobando.
─¡Una pepita de oro
de la montaña ha bajado!
Otra aparece más tarde,
y otras muchas fue encontrando.

Y la vida de aquel hombre

un vuelco da: se ha cambiado.
El huerto ya no le importa,
de los rezos se ha olvidado,
no necesita del bosque,
se hace esclavo del trabajo:
antes de salir el sol
está cavando o cribando;
cuando salen las estrellas,
sigue allí mismo encorvado;
olvida la propia higiene,
la comida y el descanso…
Y cualquier piedra brillante,
o cualquier canto rodado,
va a parar a su cabaña,

donde las va almacenando…
¡Tiene ya tal cantidad
que no le queda ni espacio!
La gente ve que se enferma
y hasta le encuentra muy raro:
no responde a los saludos,
ni quiere gente a su lado;
no baja ya a San Lorenzo
ni cumple con lo obligado
que la santa Iglesia manda
para ser un buen cristiano;
amenaza a quien le observa
en su quehacer cotidiano,
que es el cavar y cribar
arena, tierra y cascajo…

─¿Qué le pasa al eremita?
─se pregunta preocupado
el pueblo que le tenía
como su santo ermitaño.
─Es que trabaja y actúa
como si ocultara algo…
Y el pueblo decide unido
que alguien debe averiguarlo.
Y una comisión se forma
de hombres maduros y honrados
que averigüe qué le pasa
al peregrino ermitaño.

Transcrito en verso romance,
esto fue lo que informaron.

─Con un prudente silencio
hasta él nos acercamos.
Y en cuanto él se dio cuenta,
se detuvo en su trabajo
y echó por esa su boca
culebras, bichos y sapos,
y del suelo cogió piedras
con el fin de apedrearnos.
Mas nosotros en silencio,
dándole cara, aguantamos.
Al vernos así, seguros,
se quedó paralizado,
y con mirada de loco
nos observó por un rato.
Nos pareció casi eterno,
aunque no fuera muy largo.
Algo pasó en su cabeza
pues cayó en tierra postrado
con lágrimas en los ojos,
sin fuerza y desmadejado.
Lo metimos en su choza,
y por allí le sentamos,
le dimos a beber agua,
y hasta a comer le obligamos.
En su choza nada había
sino piedras y guijarros,
mugre, suciedad, desorden
y los cantos del cascajo:
¡tantos tenía allí dentro
que apenas quedaba espacio…!
La comida y la bebida
consiguieron reanimarlo,
y entre suspiros y lloros
su drama nos fue explicando.
−Una pepita de oro
encontré un día cavando.
Desde entonces cada día,
más y más iba encontrando.
─¡Pero si solo son piedras,
solo son cantos rodados!
─El pecado de avaricia
me tenía esclavizado…
Me nubló la inteligencia
el oro que iba sacando,
y el brillo de aquellas piedras
me tenía embelecado:
veía pepitas de oro
en cuanto había a mi lado,
y de mis ojos salían
chiribitas y unos rayos

que hacían de cada piedra
un gran tesoro dorado…
¡Vámonos pronto de aquí,
que el sentido he recobrado!
De su vivienda llevó
solo el zurrón y el cayado.
Por el puente de maderos
pasamos al otro lado
del río aquel que aún existe
─hoy es arroyo menguado─
y, sin mirar hacia atrás,
hasta el camino llegamos
que va por la otra orilla,
y allí todos nos paramos.
Lo que fuera su cabaña
y su huerto cultivado
allí en frente se veía
completo, nítido y claro.
Y entonces el peregrino
que quiso ser ermitaño
rezó una oración de gracias
por haberle Dios librado
del pecado de avaricia
y del demonio malvado.
Y señalando hacia el frente
con el brazo y el cayado,
esta maldición gritó:
─Nadie será aquí engañado
buscando pepitas de oro
entre los cantos rodados.
Se oyó ruido de tormenta
aunque el cielo estaba claro:
un tornado por el valle
subía hacia el otro lado.
En la cabaña y el huerto
se paró, aunque girando…
Y una figura horrorosa
se retorcía entre espasmos
absorbida por la fuerza
de aquel violento tornado.
Y entonces lo comprendimos:
¡era el mismísimo diablo!
Metido en el torbellino
y con él siempre girando,
subían por Isalupe
oscuros, negros, aciagos,
hasta perderse diluidos
en el espacio lejano.
Y donde estaba la casa
y el huerto del ermitaño
vimos algo que creemos
que es un portento o milagro:
apareció una gran roca
de arena, piedra y cascajo,
tan unidos entre sí
que forman conglomerado.
Y un enorme lobo negro
encima de ella sentado
sobre sus cuartos traseros
y desde arriba observado.
¡Era como el rey del bosque
en su trono, enseñoreando!
Fueron luego apareciendo
otros de menor tamaño.
Escalofríos de miedo
por el cuerpo nos entraron.
Mas con voz serena dijo
el peregrino ermitaño:
─No los tengáis nunca miedo
porque nunca os harán daño.
Desde la peña vigilan
que no vengan más avaros
que se vendan por el brillo
que ven en cantos rodados.
Me marcho ya de este pueblo:
voy peregrino a Santiago.
Quiero ser buen peregrino,
ya que fui mal ermitaño.



Y él hacia el norte marchó
y aquí nosotros estamos.
¡Y la Peña de Isalupe
testifica lo narrado.



 José Luis Rodríguez Ibáñez.
   −Madrid, agosto, 2016−





N.B.:
Siempre que cuento esta historia, o si lo prefieren, leyenda, queda en el aire y en la curiosidad de muchos esta pregunta:

─¿Y el oro que recogió
el peregrino ermitaño?

Y yo siempre les digo lo mismo: recordad otra vez la leyenda y os daréis cuenta de que de oro, nada: ni recogió, ni vio, ni almacenó nada de oro. Todo era un embeleco, una ilusión óptica e  imaginativa, una tentación. 
  Aquel peregrino y ERMITAÑO DE ISALUPE, en Micieces,…
─Nunca tuvo nada de oro,
sino piedras y guijarros.
La avaricia es mentirosa
cual tentación del diablo.
¡Si la Peña de Isalupe
no es más que arena y cascajo
que los siglos y milenios
han muy bien conglomerado!




o o o O o o o


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