En una ocasión el Ayuntamiento nos puso una multa a todos los niños y adolescentes que ya podíamos andar solos por los alrededores, más o menos alejados, del pueblo: nos acusaron de haber abierto la tapa del depósito del agua y haber echado dentro tierra y piedras. No importa si fuimos nosotros o no (al menos los de mi edad esa vez no participamos en tal hazaña), pero aprendimos la lección. Y cuando abrieron el depósito para limpiarlo, nos enteramos de cómo era y de lo grande que era: nos parecía enorme y muy oscuro.
Bien merece un recuerdo aquel antiguo arroyo que atravesaba el pueblo desde la base del Cucuruto hasta el río. En invierno, y en las tormentas, recogía el agua de todo el valle, es decir, de todas las breceras del valle y de toda la cuenca que comprende desde el altiplano del camino de Oteros y de los quiñones hasta el pueblo: cuando la tormenta era fuerte, significaba una gran riada por el medio del pueblo. Y recogía así mismo el agua sobrante del depósito, que, menos en verano, casi siempre sobraba, y todo lo que venía por el camino de los quiñones (el de la Isilla). Lo que bajaba por el de Oteros, salvo en las tormentas fuertes que se saltaba todas las defensas, solía canalizarse por el arroyo del Ruyal.

Aquel arroyo que cruzaba el pueblo de sur a norte (más o menos) era curioso y algo así como una seña de identidad del pueblo. Solo tenía un puente de cemento, bastante ancho, que estaba antes de llegar a la escuela de los niños (el actual teleclub), o sea, al terminarse el pueblo. En mis tiempos de niño no era antiguo, más o menos del mismo tiempo en que se hizo el puente sobre el río. Por cualquier otra parte había que atravesarlo de un salto o pisando en piedras puestas a propósito. Cuando caía alguna gran tormenta, no era fácil cruzarlo. En algunas zonas de su trayecto se hacían presas para recoger agua. Los niños de la escuela (de la de niños, que no era mixta entonces) yo creo que teníamos la presa mayor (?) y la utilizábamos para regar el jardín que la escuela tenía en lo que hoy es el “parque de los mayores”. El agua lo teníamos que llevar en latas o herradas.
Y llegó la época en que Micieces quiere dar nueva cara a sus calles y decide tapar aquel arroyo, simpático aunque sucio y poco sano. Cada vecino tiene que cavar, en el mismo cauce, lo que le corresponde. Luego llega la hormigonera y se hace lo que hoy llamamos el colector, que sirve para lo que servía el arroyo antiguo y para desaguar las aguas negras del pueblo. Y va desde la base del Cucuruto hasta el río, a unos metros abajo del puente. Posteriormente se hizo el otro ramal, más pequeño, el del camino de Oteros, desde el final del pueblo hasta empalmar con este principal. Y el niño que quiera jugar a los barquitos y a mojarse… ¡que se vaya al río! Y por el suelo interior de ese túnel del colector se metió la tubería que lleva el agua a la Fuente del pueblo.


El recuerdo más antiguo que yo tengo de la Fuente es de antes de los tractores, coches y grandes máquinas agrícolas. Estaba más separada de la pared, más centrada en la calle que viene de la carretera. Era un monolito en forma de prisma, de hormigón, con terminación piramidal y una cruz de hierro en su cúspide. Tenía un solo grifo. Desaguaba lo sobrante en aquel arroyo que estaba a sus pies. Cuando se hizo el colector (ya empezaban a verse tractores, coches y otro tipo de maquinaria agrícola más grande), se asumió la idea de que había que dar facilidades a las máquinas y, puesto que la calle no era plaza ni tenía anchura suficiente, se corrió la fuente más hacia la pared. Siguió, y sigue, siendo un monolito, más bajo que el anterior, con forma de prisma cuadrangular y final piramidal, de hormigón (o ladrillo lucido en cemento), adornados sus cuatro lados con piedras rodadas y, ahora, con dos grifos (aunque no siempre dan agua los dos). Pero en su cúspide sigue la misma cruz de hierro que tenía la antigua fuente. Y el monolito aquel que daba prestancia a la antigua apareció cualquier día en el Altolaiglesia ejerciendo de banco para que no pocos descansaran respirando el aire puro del alto y admirando el paisaje del pueblo a sus pies. Y el nuevo, el actual, un día apareció bien pintado, con gusto y estilo, por las manos de algún vecino curioso. Tan curioso que cuando la pintura ya se iba perdiendo, allí estaba él para renovarla.

Mas el cambio llegó encadenando unas cosas con otras: despareció el arroyo, se higienizaron las calles, se metió el agua en las casas… Y en contra de algunos agoreros, las casas viejas y de adobe no se derrumbaron, y hasta los más recalcitrantes en eso del agua corriente dentro de las casas comprobaron lo cómodo que era y las grandes ventajas que aportaba a la vida… Y de dentro de muchos surgió una satisfacción que se manifestaba en el exterior con un suspiro de lamento de “por-qué-no-lo-habremos-hecho-antes”. Y el arroyo desapareció. Y la Fuente quedó casi exclusivamente como testimonio de lo que fue. Y el río quedó solo como río. Y…, y…, y…
Nuestra Fuente ha tenido el mérito de cubrir las necesidades de agua potable de todo un pueblo a lo largo de muchos años. Para los animales estaba el río (algunas veces también aquel arroyo del centro del pueblo). Y para otras muchas cosas teníamos también el río. Por ejemplo, para lavar la ropa, que luego tendían en la verde hierba de las praderas de sus orillas o en los setos de las tierras que limitaban las praderas.
En cierta época, ya hacía años que el agua corriente estaba en las casas, apareció un cartel en la Fuente: “AGUA NO POTABLE”. Era lógico: Sanidad lo mandaba poner porque esa agua de la Fuente no estaba tratada para beberla los humanos. Pero, en el fondo, nos parecía gracioso. ¡Los años que llevaría el pueblo bebiendo de esa agua y a nadie se le había ocurrido decirnos que no era potable…!
A la Fuente se iba no solo a por agua, sino a otras muchas cosas… Era el sitio de cháchara, tertulia, comentario, información, corte de trajes (a los demás, claro), chismorreo, noticiario... Normalmente eran las mujeres las que iban a por agua, pero tampoco esto era en exclusiva. Muy frecuentemente iban las niñas, muchachas o mozas, y con no tanta frecuencia los niños, chiguitos y chavales. Y se iba con la botija, el botijo, la cántara, el cántaro o la herrada (de metal, no había cubos de plástico). (En nuestra habla local una cosa es el botijo y otra, la botija; una cosa es el cántaro y otra, la cántara.
Ver: vocabulario de Micieces)
Con una sola fuente para todo el pueblo, era lógico que siempre hubiera alguien a por agua a la Fuente. El problema surgía con más gravedad cuando algunos veranos venían muy secos. El grifo apenas daba un chorrito y… había que hacer cola y esperar… y esperar… hasta que pudieses llenar tu botija. No siempre era desagradable la espera… Como, algunas veces, tampoco era desagradable coger la botija, o la botella, o…, e ir a por agua a Fontesoñas o San Andrés…
¡Cuántas botijas y cántaras, y cuántos botijos y cántaros se habrán roto de casa a la fuente, a cualquiera de ellas, y de la fuente a casa! Pero para eso venían los cacharreros…

¡Y los romances que se habrán vivido o soñado con la excusa de ir a por agua a la fuente! ¡Cuántas veces habrá estado Cupido colocadito en la cúspide de aquel monolito de hormigón de nuestra Fuente, agarrado con un brazo al hierro de la cruz que la culminaba, con su arco cargado y esperando el momento justo para dispararlo! ¡Cuántas señas, miradas y gestos semiocultos o disimulados habrá visto nuestra Fuente! ¡Cuántos y cuántas habrán mirado, si no al reloj, sí al cielo a ver si llegaba ya la hora de… ir a por agua a la Fuente! Pero… ¡ya no va la moza a por agua a la fuente, / ya no va la moza, ya no se divierte…! ¡Y mozo y moza… se tienen que buscar otras escusas…! Y mozo y moza siempre las encuentran…
¡Si la Fuente de Micieces contara las cosas que han pasado a su vera y de las que ha sido excusa intermediaria…!