y dáselo al desvalido,
así un tesoro en el cielo
tendrás. Y vente conmigo”.
Por seguir un buen modelo
escoge el de San Francisco
y en la Tercera Orden suya
ingresa como discípulo.
Cuando puede por la edad
hace lo que Jesús dijo:
vende todas sus riquezas
y todo lo ha repartido
entre pobres y harapientos,
que entonces eran muchísimos.
La familia no lo entiende
y le trata como a un ido.
Y luego se va hacia Roma
como cualquier peregrino:
quiere seguir en pobreza
a Jesús, y en el camino
enseña la fe cristiana
a cuantos quieren oírlo.
Cuando llega a la Toscana,
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San Roque socorriendo a los apestados.
(Miguel March) |
ya en Italia se ha metido,
se da cuenta que la peste
las ciudades ha invadido.
En Acquapendente entonces
se detiene el peregrino
para cuidar apestados
con amor y con cariño.
-III-
Las epidemias de peste,
allá en los tiempos antiguos,
eran cosa muy frecuente
y eran males muy temidos.
Tenía diversos nombres,
pero el efecto era el mismo.
El grito de “¡peste, peste!”
era de lo más temido.
Las ciudades y los pueblos,
los barcos y cualquier sitio
entraban en cuarentena
sin nadie poder abrirlos.
La peste arrasó ciudades,
pueblos dejó en el olvido,
naciones dejó diezmadas,
ejércitos, sin destino,
millones de gentes muertas,
tierras sin humanos vivos...
Y donde la peste entraba,
se convertía en maldito.
La muerte vagaba libre,
nadie escapaba a su sino:
las calles llenas de muertos
y moribundos dolidos
era el botín de la muerte
con la peste conseguido.
Para atender apestados,
pocos eran atrevidos
pues quien al apestado toca,
de la muerte se hace amigo.
Los ya muertos se dejaban
en las calles u otros sitios
y, cargados en carretas,
se los lleva el municipio
y en una fosa común
o en el fuego ya encendido
desaparecen los cuerpos
para evitar más peligros.
Para acabar con la peste
pueblos enteros ha habido
que con las llamas del fuego
hoy son desaparecido.
Algunos la percibían
como del cielo un castigo:
era plaga apocalíptica
por pecados cometidos.
Del terror de aquellas pestes
nos quedan algunos signos:
la exclamación de “¡Jesús!”
y el “tocar madera” han sido
restos de oración sencilla
cuando las pestes nacidos.
No tenía la epidemia
un remedio conocido,
ni el origen de la misma
era por nadie sabido;
el rezar era el consuelo
que quedaba al afligido.
-IV-
Estaban así las cosas
en la italiana ciudad
cuando Roque, peregrino,
.jpg) |
San Roque en el hospital (Tintoretto) |
se detuvo a descansar.
En cuanto vio lo que vio,
dejó aquel peregrinar
para ocasión más propicia
y se propuso ayudar
a los enfermos de peste
que era una multitud ya.
Y no era poco el trabajo
que tuvo que realizar:
había enfermos en casas,
en la calle y hospital,
enfermos por todas partes
que hacían sólo esperar
la muerte sin esperanza
de que pudieran curar.
Y luego estaban los muertos
que se debía enterrar
para evitar más contagios
y hedores en la ciudad.
Roque a todos se dedica
y a todos cariño da.
A algunos de los enfermos
les ha podido curar:
curaciones admirables,
“milagros”
pronto dirán
las gentes que aquello han
visto,
y en “milagros” quedarán.
Cuando la peste remite,
se encamina a otra ciudad
y a lo mismo se dedica:
a los enfermos curar.
Porque Dios obraba en él
o porque pudo estudiar
en Montpellier medicina,
o las dos cosas al par,
curaciones milagrosas
le suceden si parar.
Infectado de la peste
le visita una cardenal:
Roque le libra y le cura
de la tal enfermedad.
Agradecido y contento
él se lo quiere premiar:
consigo lo lleva a Roma
y al Papa visitará.
El peregrino termina
con la bendición papal
el camino que emprendiera
hace mucho tiempo ya.
De vuelta para su patria
a muchos más curará
pues la peste sigue viva
y mata a la gente igual.
Roque hace cuanto puede
de una en otra ciudad.
El contacto con enfermos
le pega la enfermedad
y las llagas de su cuerpo
no las puede ya ocultar.
Se retira en Piacenza
a un bosque de aquel lugar,
él solo, porque no quiere
a los demás contagiar.
Espera allí que la muerte
le venga ya a visitar.
Mas el que viene es un perro
que en la boca trae un pan
y se lo deja a sus pies
y hace signos de amistad.
Día tras día aquel chucho
aparece con su pan.
Acaricia Roque al perro,
lame las llagas el can:
entre los dos ha nacido
una sincera amistad.
Mas Gottardo Pallastrelli,
que es el dueño de aquel can,
observa que cada día
de su mesa coge un pan.
Curioso y muy intrigado
un día le va detrás
y descubre sorprendido
que a un enfermo se lo da
 |
San Roque y San Sebastián. (Calvera) |
y luego lame sus llagas
y se deja acariciar.
Conmovido por la escena,
al casi moribundo ya
lo recoge y en su casa
ha decidido curar.
Pasan días y el enfermo
ha empezado ya a sanar:
unos dicen que si el perro;
otros, que un ángel quizás;
al cabo de algunos días
del todo curado está.
La sencillez del enfermo,
los consejos que le da,
el estilo de su vida
dedicada a los demás
hacen que aquel tal Gottardo
decida peregrinar
como Roque había hecho
años o meses atrás.
Y se despiden los dos
y Roque acaricia al can.
Por caminos diferentes
a su destino se van:
el uno vuelve a su patria,
el otro a Roma se va.
-V-
Y cuando llega a su patria,
famélico y mal vestido,
le detienen por espía,
por vagabundo y mendigo
y lo meten en la cárcel
sin más ni más y sin juicio:
nadie atiende sus razones,
nadie le ha reconocido.
Roque resiste el castigo,
mas cuando pasan los cinco
está tan enflaquecido
que la muerte está al acecho
 |
San Roque (Ribalta) |
de aquel que fue su enemigo
y le quitó tantas vidas
haciendo de peregrino.
Quizá fuese el carcelero,
quizá cosas del destino,
se empieza a hablar de su
vida,
de lo que dicen que ha dicho,
de curaciones que ha hecho,
de su vivir tan sencillo,
de que nunca se ha quejado
y de lo bueno que ha sido...
Se entera el gobernador,
que, además, era su tío.
Al oír lo que le cuentan
y ver lo que ha sucedido,
le da un vuelco el corazón
y reconoce al sobrino,
que muere allí como santo
después de tanto sufrido.
Parece que fue en Anguera
donde el suceso ha ocurrido.
Dicen que el gobernador
al poco tiempo ha erigido
un templo en que venerar
a San Roque, su sobrino.
Muy pronto su devoción
por el mundo se ha extendido.
Es el patrón contra pestes
de cualquier modo y estilo.
Su imagen se representa
como cualquier peregrino:
el bordón lleva en la mano,
parte de su cuerpo herido
y un perro siempre a su lado
como su mejor amigo.