en Las Harrenes cercanas,
en tierra que ya surquean
y verdean las patatas,
donde el arroyo Ruyal,
se convierte en una charca
y, luego, cruza el camino
que de Berzosa se llama.
Era una tarde brillante,
ya el verano se acercaba,
la Rocadia hacía surcos
a los surcos de patatas,
va y se le rompe una pata:
al suelo cae quejumbrosa,
dando coces y patadas,
y solo un leve rebuzno
de su boca se le escapa.
El labrador hace esfuerzos
por si puede levantarla,
pero la pobre no puede
y cae de nuevo en la arada.
Mira y remira a su burra,
su boina negra levanta,
ráscase tras la su oreja,
piensa y valora la hazaña
y decide decidido:
–¡Ni se arregla ni se apaña…!
Pues llamaré al carnicero
que haga buen RIP a Rocadia…
La noticia se ha corrido
por el pueblo a toda marcha:
ni la radio, ni la tele,
ni los media, ni más nada:
el boca a boca en el pueblo
es cual mecha empolvorada.
‒¡En Las Herrenes arando
se ha matado la Rocadia!
Y Bernardo, el carnicero,
allá se va con sus armas.
Y detrás, cual procesión,
las gentes a ver qué pasa.
Era dueño el tio Emiliano
de la burra, la Rocadia,
y con ella mercancías
traía a su bar o tasca,
o trabajaba en el campo
Pelinegra por arriba,
y por debajo aburrada,
tamaño más que mediano,
de la raza zamorana
con genes indefinibles
mezclados de otras asnadas.
Un poco incivil y bronca,
seria, dura, reservada,
con pocas ganas de bromas
y de caricias extrañas:
mejor era no acercarse
a su boca o a sus patas
porque te daba un mordisco,
o doble coz te endilgaba.
Y el carnicero llegó
y vio a la burra tumbada,
sufriente y muy dolorida,
y con la pata quebrada.
¿Para qué hacerla sufrir
si el remedio no la alcanza?
La mesa de operaciones
el mantel, por la limpieza,
su negra piel aburrada;
la sangre, que corra libre
por el surco de patatas…
Con el cuchillo afilado,
la yugular le cortaba,
y a borbotones la vida
hacia el patatal se escapa…
¡Y muerta la burra fue:
se nos murió la Rocadia!
El carnicero Bernardo
da comienzo a desollarla.
La piel le sale completa
Con arte empieza a cortar,
trozo a trozo la destaza,
y va dejando la carne
en la hierba alinderada,
mas el dueño, generoso,
le dice que lo reparta.
Dudan en cogerlo algunos,
pero ya hay fila formada:
los aprensivos lo llevan
con gestos de pocas ganas;
otros piensan ya en cecina
buena, sana y bien curada;
o quizá en un buen cocido
del mediodía, mañana;
alguno más remilgado
pide la mejor tajada
con la excusa de sus perros
que tienen hambre atrasada,
y otros miran de soslayo
con ironía callada.
¡Y todos se llevan algo
de aquella burra Rocadia!
Huesos mondos y lirondos,
tripas y las partes blandas,
los desechos y residuos
van a parar en montón
a la cárcava cercana…
Tras el Cucuruto, el sol
se esconde en marcha pausada
y las gentes miciecenses
tranquilas vuelven a casa.
En las tertulias de calle,
en la cantina y la tasca,
la burra del tio Emiliano,
sus anécdotas y hazañas,
son el tema de aquel día
y es de lo que todos hablan…
Mas nadie quiso cantar
la canción avinagrada
del burro aquel popular:
A la mañana siguiente,
ya pasada la del alba,
media docena de buitres
en la cárcava posaban,
y en menos que reza el cura
la misa de la mañana,
arrebañaron los restos
Esto cuenta un ochentón,
que venía con su hermana
de un quiñón de Cotorrillos
de escavar unas patatas.
Era un niño de diez años
cuando los hechos que narra.
Al venir de su trabajo,
nada más llegar a casa
se enteran de lo ocurrido
y van a ver lo que pasa
porque todo aquel jaleo
era cerca de su casa.
Y vieron la burra muerta,
y cómo la destazaban,
y a mucha gente con carne
que, sin pagarla, llevaba.
No recuerdo si nosotros,
este hermano y la su hermana,
cogieron algo de carne
de aquella miciecense asna.
Pero me acuerdo muy bien
de sus hígados y entrañas,
sus güétagos y asaduras:
que, a pesar de los pesares,
los veía y vomitaba…
Pero la vida es la vida
y tiene mucha enseñanza:
y la vida religiosa
me curó las zarandajas.
José Luis Rodríguez Ibáñez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario